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La categoría del dibujo

Últimamente hay una tendencia que pervierte el dibujo hacia un amor por lo “mal hecho” que parece imponerse cada vez más en los sectores más alternativos que, en cierto modo, me preocupa.

La dictadura del “todo vale”, del “todo es dibujo”, convierte nuestra profesión en un sector en decadencia; en algo vacío que castiga los conocimientos en pos de una actitud transgresora, pero que, desgraciadamente (y flaco favor nos hace), se queda en eso… sólo una actitud, una pose.

En la ilustración, en el cómic, hay una tradición de excelentes dibujantes con dotes extraordinarias, profesionales que mostraban un conocimiento técnico que se ha ido perdiendo con los años. Siendo sinceros, yo estoy mucho peor preparada que muchos autores de generaciones anteriores. La educación va en decadencia y, con ello, la calidad de los dibujantes. Antes un ilustrador sabía de perspectiva, de dibujo anatómico… pero también coqueteaba con el diseño, jugaba con la tipografía, la composición y equilibrio entre texto e imagen, etc. Ahora, el conocimiento es sesgado y muy concreto. El ilustrador solo sabe dibujar y el diseñador, diseñar.

La cuestión está en que ilustrar no es solo dibujar, también es comunicar. Esto significa que, aunque haya dibujantes extraordinarios, no todos saben comunicar. A veces, un “mal dibujo” comunica mejor que un “buen dibujo”.

En ese contexto han aparecido miles de dibujantes que, sin muchas dotes, han sabido conseguir un público por sus tiras cómicas; un sector donde, creo, se encuentra más esta posibilidad, motivado, quizás, por la importancia del mensaje secundado por el artificio, que es el dibujo. Lo importante es la broma, no la forma.

Sin embargo, cuando hablamos de la profesión, me planteo varias reflexiones.

La primera y más importante es que, para romper las reglas de algo, hay que conocer las reglas. Picasso no dibujaba como Picasso, surgió a raíz de una ruptura de un conocimiento (muy profundo) de su arte. Es decir, aprendió a dibujar para aprender a desdibujar. Esta forma de entender el dibujo es, desde mi punto de vista, la más acertada. Uno tiene que conocer muy bien las reglas de algo para saber quebrarlas de forma interesante; para saber dónde hacerlo y por qué. Esto representa la actitud de muchos movimientos artísticos de vanguardia de principios del s.XX y explica el porqué de su permanencia en el tiempo. La ruptura, siendo milimetrada o azarosa, se realizó en un contexto interesante, y triunfó. Y es que, saber de dónde vienes y a dónde te diriges te proporciona un “background” que permite saber cómo aportar o de dónde coger cosas interesantes.

La segunda reflexión que me planteo es sobre el valor de la comunicación y la eterna pregunta. ¿Es más importante el dibujo o el mensaje?

No hay una respuesta rotunda, pero estoy convencida de que no depende de uno de los dos elementos, si no de la combinación de los mismos, y, para conseguir una buena transmisión de nuestro mensaje, es fundamental priorizar los elementos comunicativos de nuestra imagen. Es decir, no es tanto solo una cuestión técnica, que remite a nuestra capacidad para resolver esos elementos, como una cuestión de calidad en la transmisión gráfica de nuestro mensaje.

Es decir, lo importante es comunicar.

Esto me lleva a la tercera reflexión.

¿Hasta qué punto es importante el dibujo?

Como ya he dicho, no creo que el dibujo esté aislado del valor comunicacional de una imagen. La representación gráfica de esos elementos y su calidad es indispensable.

Un buen dibujo añade valor a la comunicación. Un mal dibujo puede ser el vehículo perfecto para un mensaje, pero no le añade categoría. La categoría se puede aprender. Hay muchos dibujantes (la mayoría) que empezamos dibujando muy mal y mejoramos a base de años de práctica y esfuerzo. Nuestra categoría no puede ser alta en toda nuestra trayectoria, es susceptible a nuestras capacidades y sensible a nuestro perfeccionamiento.

Sinceramente, creo que el valor de un buen dibujo le da oficio a nuestra comunicación. Todos podemos tener un vaso, un mal vaso, y nos puede encantar, pero el valor del diseño y la funcionalidad de un buen vaso le da un valor añadido. Es un valor intangible, cierto, pero que ayudaría al reconocimiento de nuestro trabajo de la forma que se merece.

¡Vamos a explorarlo!

Hace algunos años, cuando me contaron que Bill Watterson, creador de Calvin y Hobbes, no quiso hacer merchandising con su obra, me quede algo trastornada. Pensé que estaba perdiendo la oportunidad de su vida, que podría convertirse en millonario. Todas aquellas tazas, muñecos y llaveros basados en su obra se venderían por todo el mundo… ¡le harían rico! Sin embargo, bajo un aura de misterio y silencio, su autor permanecía en una postura que aún hoy en día consideramos extraña.

Todos pensábamos que por alguna razón no quería vender su obra.

Ahí estaban, enfrentados en el cuadrilátero, los herederos de Hergé comerciando con las tripas de Tintín (haciendo toda clase de objetos vendibles) y en la otra esquina a Watterson, solo con sus cómics. Nada más.

Y es que le estoy dando mil vueltas a este tema por que justo ayer me contactó una empresa para vender mis ilustraciones en objetos. No es la primera vez que me contactan plataformas así, actualmente muchas webs ofrecen la posibilidad de hacer adaptaciones de tus ilustraciones a distintos materiales, pero si es la primera vez que me he planteado sobre esta cuestión.

Las primeras preguntas que me asaltaron son estas:

¿En qué objetos se va a explotar mi obra?

¿De donde salen esos objetos?

¿Bajo que condiciones se fabrican?

Es muy difícil a estas alturas intentar ser íntegro en algunos aspectos de la vida. El sistema se extiende dentro de nosotros, parece imposible intentar luchar contra ello pero… si tengo la oportunidad de escoger, si tengo la oportunidad de que mi obra elija. ¿Qué debería hacer?

La siguiente pregunta que me hago es si de verdad quiero vender así mis imágenes. Si merece la pena tener una carcasa para el iphone6 con una ilustración mía.

Después de un análisis, mi respuesta es no.

Las razones son las siguientes:

-       Mis imágenes no han sido creadas para ser explotadas. Hay muchas que han sido creadas por puro placer o juego.

-       Mis imágenes tienen una finalidad, un objeto comunicacional, que en un objeto se pierde para ser transformado en un “bien consumible”. No hablo de un trabajo como ilustrador en donde una empresa de productos nos pide que le solucionemos una comunicación concreta (un packaging, por ejemplo) si no que ese trabajo (una obra, por ejemplo) se transforme a posteriori productos de consumo.

-       Mis imágenes se han hecho en un determinado formato, el papel, cuya composición ha sido tenida en cuenta y que en otro objeto adaptado, se pierde.

-       Mis imágenes son objeto de mi explotación y beneficio en primer lugar, pero no de mi sobreexplotación pues la propia obra merece respeto.

Esta claro… ni yo soy Bill Watterson ni me voy a hacer rica, pero si que quiero tener algo en común con él. Su integridad moral.

Ahora lo entiendo todo.

Nuestras obras son producto de un esfuerzo intelectual, de una motivación, de una ejecución técnica y de una ilusión. Nuestras obras obedecen a un formato y están pensadas para eso. La venta y el dinero a veces sobran.

Y llego a todo esto gracias a Calvin y Hobbes… ¿no es maravilloso?