cultura

La Cultura en alerta

Celebro que la convocatoria de #alertaroja haya sido un éxito, la verdad. Ayer vi cómo el rojo había teñido las redes sociales y las movilizaciones habían sido apoyadas por los distintos sectores de la Cultura. Sin embargo, para que tengamos más fuerza, creo que este movimiento debe abandonar los intereses particulares de cada sector para favorecer una política común refuerce y cohesione a todos los profesionales de la Cultura. Solo eso nos hará lo suficientemente grandes como para ejercer una mayor presión al Ministerio.

Y aquí es donde me temo, que los profesionales del sector siempre hemos fallado.

Los intereses particulares, las especificidades o primar el protagonismo del sector con más visibilidad divide fuerzas y no representa la realidad cuantitativa. Entonces, no debería sorprender a nadie que las movilizaciones no sean lo bastante eficientes. Si al final a cada sector le preocupa solo su futuro, la lucha se atomiza y las posibilidades de un cambio real se diluyen. Aquí es donde todas debemos hacer una reflexión crítica y asumir, de una vez por todas, que o nos unimos en serio contra el aumento de la precariedad por la COVID, o seremos una víctima más de ella.

Revitalizar el Estatuto del Artista y pelear por su cumplimiento y mejora con motivo de la situación que nos afecta debería ser una prioridad para todas las Asociaciones Profesionales, Sindicatos e incluso empresas de la Cultura debería retomarse con urgencia. Movilizar a todos los sectores y realizar una mesa de negociación para tejer redes, conocernos y escucharnos. Porque necesitamos dignificar, proteger y defender nuestro trabajo, pero sobre todo porque una sociedad sin Cultura no puede salvarse de nada.

La cultura de los imbéciles

Leo esta noticia con indignación.

En una época en donde la tecnología ha creado un verdadero boom en la democratización de la información, un boom similar al de la imprenta,  afirmar declaraciones como esta es, cuanto menos, desolador.

“Las redes sociales le dan derecho de palabra a legiones de imbéciles que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la colectividad”, ha dicho añadiendo que “enseguida (a éstos) los callaban, mientras que ahora tienen el mismo derecho de palabra de un premio Nobel. Es una invasión de imbéciles”

Esta afirmación lleva implícito un acto de elitismo: Eco afirma que las opiniones “de importancia” sólo pueden ser vertidas por un grupo de “intelectuales”.  Error. La democracia también ha llegado a la cultura, por mucho que a los intelectuales de sillón no les guste.

Es cierto, el hecho de que cualquiera pueda opinar sobre algo, tiene sus luces y sombras, pero hay que recordar el valor que Internet aporta a la comunicación. En la época de Eco, ese altavoz sólo lo disfrutaban cuatro gatos a costa de mucha trayectoria, influencias o una mezcla de ambas. Que sólo unos pocos puedan hablar de los temas realmente importantes y que el tonto del pueblo no pueda aportar nada a la sociedad tiene un nombre: oligarquía.

Para alguien que valora el cómic como comunicación de masas, escribe ensayos sobre su valor cultural y su semiología. ¿Qué sentido tiene que, de repente, busque un ensalzamiento de la cultura por unos pocos? ¿Por qué abandona el valor de popular?

Esa postura, la postura de lo intelectual como un acto posible por/para unos pocos, es una idea que como autores debemos replantearnos. Hay que desterrar la idea de “alta cultura”, pues es un concepto que lleva implícito un perjuicio a la humanidad.

Desde el clasismo se alimentan comportamientos discriminatorios, se cierran las puertas a las aportaciones del otro. No se acepta que todas las personas tienen algo que puede enriquecernos y que ese algo no tiene porqué ser un producto intelectual, porque si no es un tonto. Ángel Díaz de Rada dice en su libro Cultura, antropología y otras tonterías, que la cultura se alimenta (entre otras cosas) de “acciones sociales” y denuncia comportamientos como los de Eco, que tacha de Narcisismo intelectual:

“Por otra parte, hay que ver lo bien que nos sienta a los intelectuales la cultura. A través de ella se nos infunde ese viejo esplendor ilustrado y humanista. Ganamos poco dinero, es verdad (todos dicen lo mismo de sí mismos), pero hay que ver lo que molamos. Como somos “cultos”, es decir, “los más cultos”, hemos de ser también el ideal de la perfección humana. Ignorando lo más elemental –que el saber ilustrado acerca del mundo es enteramente independiente de nuestra dignidad humana, y que, siendo muy sabios, podemos ser también malas personas-, siempre andamos sacando pecho de nuestra supuesta superioridad moral.

Frecuentemente estos comportamientos aparecen en el mundo creativo. Autores, críticos… que apelan a su conocimiento o criterio para desligitimar otras formas de entender el conocimiento.

Es absurdo mantener esta actitud cuando el ilustrador no deja de ser un obrero del arte. Nos guste o no, nuestro trabajo no es alta cultura. No lo es bajo el prisma de esa élite cultural que como Eco define lo que es o no válido dentro de la misma. No estamos en galerías ni en museos. Aunque a veces somos arte, seguimos siendo otra cosa.

Tomadme por loca, pero a mi me gusta saber que formamos parte de la gente, de esos tontos. Nos guste o no, somos un medio de comunicación de masas y como autores estamos colaborando en crear cultura popular. En realidad, ni siquiera creamos cultura, creamos “mercancía cultural” que diría muy acertadamente Rada. Nuestro producto/obra no vale más que un microondas, que un lápiz o una tuerca. Somos pura mercancía. La categoría de arte, entendiendo arte como el valor añadido que se da a esa obra gráfica, lo aportan otros. Siendo éste, además, un valor perjudicial puesto que es mayoritariamente excluyente.

Creo que la labor del ilustrador es devolver a la gente una imagen. Es lo justo. Lo popular alimenta la obra de miles de autores. Las relaciones sociales son las mechas que crean ficción y las obras artísticas restituyen lo que robamos a la sociedad. Así, la cultura de masas (el cine, la literatura, la televisión, el cómic…) retroalimenta e influye en la obra de miles de artistas. Es una tontería que vayamos de alta cultura cuando nada de lo que nos rodea es ni alto ni bajo, sólo cultura. Dividir la cultura en clases es antagónico a la tradicional postura del artista rebelde y contrario a lo establecido. Adoptemos esa postura, abracemos lo popular y dejemos atrás al intelectual clasista, que se asusta cuando su sillón lo empiezan a ocupar los tontos del pueblo, porque aunque a esos intelectuales no les guste, la cultura es todo, incluida la de los imbéciles.